lunes, octubre 11, 2004

Escribir. Asunto personal.

En una Zacatecas ajena a López Velarde

HOY POCA GENTE se interesa en la cultura, pero hay que intentar mantener un poco de lo que alguna vez daba sentido al mundo. Ir a Zacatecas a comentar lo que lo hace a uno escritor, en mi caso; y en el de Jaime Augusto Shelley --el miembro más importante de la generación de la Espiga amotinada, un movimiento poético que dio un vuelco a la poesía mexicana a mediados de los años 60 del siglo pasado--, quien habló del futuro de la poesía, fue una excursión gozosa, aunque el trato de los responsables fue mediocre. Viejos amigos, como José de Jesús Sampedro --editor de la revista Dos filos-- y Esther Cárdenas hicieron de la estancia un motivo de placer. Sólo por ello lo registro.


Leído en el templo de San Agustín, en la Feria del libro

Es tradición: los grandes pensadores no escribieron. Los reinventaron, los transcribieron. Ahí tienen a Platón, dejando hablar a Sócrates. Uno, no. Uno tal vez deje hablar y oiga a la gente, o no. Pero uno escribe, se escribe.

Vuelvo la vista y trato de explicarme por qué me puse a llenar cuadernos, a redactar frases desesperadas y reclamos al mundo, como si el mundo tuviera la culpa de que uno, alguna vez, deba ser adolescente. No siempre había sido adolescente: en 1964, un compañero de la primaria circulaba un periódico de chistes. Un gran negocio. A veinte centavos la lectura. Me pareció espléndida la idea y publiqué un diario.

Durante las noches de octubre, entonces, se oían las noticias de la olimpiada y yo las registraba para formar El reporter. No inventaba nada. El 98 por ciento de las noticias eran breves notas, dos o tres renglones de lo que dictaba un radio de transistores: notas nacionales, alguna internacional, deportes, humor; y los horóscopos, que eran más bien consejos del tipo, el Tauro que no empiece a estudiar la célula para el lunes, sufrirá un fatal revés en su existencia. Y párale de contar. Hacía un original y cinco copias al carbón. Se vendían en el primer recreo, y el producto ajustaba para el refresco y la torta del segundo. He olvidado cuántos números alcanzó la publicación y los motivos de su muerte. Puedo recordarlo ahora, cuarenta años después, porque entre los papeles de mi madre descubrí un ejemplar borroso y arrugado, que está en la gaveta de mi archivero entre papeles que, a su vez, mis hijos y mi(s) nieto(s) tal vez exhumarán o echarán al bote de lo reciclable. Desconozco cualquier otra forma de eternidad.

Quizá esa sea la época de mi vida en que escribí con mayor fervor e interés. Y la imagen puede representarse como un burro en marcha, balanceando la cola, persiguiendo una zanahoria que cuelga de un hilo atado a una vara, amarrada al cuello del animal.

En Los últimos días de Kant, un hermosísimo relato de Thomas de Quincey, se describe al filósofo cotidianamente enfrascado en la contemplación de un gran árbol frondoso frente a su ventana. Su vecino, más práctico que razón pura, lo derribó, ya que no producía fruto alguno. Kant reclamó enfurecido. Logró que el Ayuntamiento de Königsberg reconociera que la filosofía kantiana era fruto del árbol, y la planta volvió a ser colocada en su sitio. Y a dar fruto.

De Quincey no explica cómo se resucitó al árbol; ni el grupo de los cien ha esclarecido el caso. Mas De Quincey cuenta el hecho de una manera verosímil y eso basta.

Hombre disciplinado, riguroso y puntual, mi padre intentó hacer el mundo a su imagen y semejanza. Médico, gustaba de la lectura; abandonó su escasa afición por el cine en 1958; permitía la televisión por complacer a sus suegros, aficionados a las noticias de las 19:30; y para ver los toros, la tarde del domingo. Católico, siempre fue un cuáquero disfrazado: en su hogar todo se regía de acuerdo con las manecillas del reloj.

Por ello nunca me aficioné a la televisión, ni mis hermanos. Teníamos derecho a media hora de programación sosa. No nos compraba juguetes después de cumplidos los 6 años; pero siempre estuvo dispuesto a patrocinar casi cualquier libro. Buen investigador, nos usaba a mi hermano y a mí como conejillos de indias o ratas de laboratorio para corroborar la eficacia de nuevos medicamentos. Infirió, por ejemplo, que un compuesto había sido el único posible agente para enfermar a mi hermano de una hepatitis medicamentosa, y con éxito comprobó, tras administrármelo, que su hipótesis era cierta.

Debo a aquella hepatitis mi compulsión por la lectura y mi desapego al salón de clases. Las horas de vigilia en cama son larguísimas para un niño obligado a la pasividad, al reposo absoluto. Comprende con rapidez cómo la sombra de un muro se escurre con lentitud frente a su ventana y el tránsito de la luz a la oscuridad es inmenso y fatigosos como un desierto a mediodía. Inválido virtual, no tiene la posibilidad de empujar siquiera el segundero para que la vida suceda con mayor prontitud. Condenado a sus miedos y pensamientos, o a insomnios noctívagos, descubre una tarde con asombro la historia del Abate Faria y de Edmundo Dantés: y encuentra el mar, islas y tesoros ocultos, el valor y la audacia, y entonces descubre cuál es su libertad, y se enamora de ella para siempre.

A diario me llevaban la tarea, los libros y manuales del colegio; hacía mis deberes y seguía leyendo. En mes y medio logré salvar suma cum laude el cuarto de primaria, me hice lector y descubrí que nunca habían revisado ni corregido mis trabajos. Supe así que no se es más que un número en la lista, y que a nadie importa que uno sepa o no.

Había en la escuela una buena biblioteca y la hice mi sede y refugio: mis compañeros crecieron con celeridad; yo nunca. Lo cual me volvía muy vulnerable a la violencia. Y tal vez por ello mis quejas fueran escondidas en cuadernos o páginas de diario, donde también más tarde me dio por contar romances imaginarios y escribir en columnas, como en verso, frases cursis.

Habla la gente maravilla de esas edades y las rememora con suspiros y ojos en blanco. Yo no. Me alegro de no tener que volver a pasar por ahí.
*

Las miras familiares siempre estuvieron alrededor de la ciencia. Averiguar por accidente que no sólo podía estudiar física y astronomía sino también letras, me cambió la vida a los quince años. Guardé en silencio mi vocación, no fuera a ser abruptamente cancelada; y sólo cuando llegó el resultado favorable del examen de admisión, y vio mi padre hacia dónde me dirigía sólo dijo, 'qué barbaridad, vas a perder tu alma'.

Y en efecto, la perdí.

Encontré el paraíso, se llamaba UNAM, Facultad de Filosofía y Letras, y vi que en el mundo había mucha más gente como yo. Que podía ver uno escritores por aquí y por allá, santones y vacas sagradas. Y como bono adicional, un buen número de mujeres bellísimas y más, muchas más horrendas. Ni los cielos son perfectos.

Los amigos que conservo los conocí entonces, ahí, a partir de marzo de 1971. Y bien, entre ellos están Marco Antonio Campos y Luis Chumacero, pero también considero al Amadís de Gaula, a La Celestina, a los poemas de Catulo y a Alonso Quijano, al implacable Huberto Batis, a Góngora, a Margarita Peña, toda chistosa, a Günter Grass, a Lovecraft y a José Donoso. Campos se instituyó en mi hermano mayor y me llevó con Luis Spota, al que le caí bien y me dejó colaborar en El Heraldo de México, en su suplemento. Campos llevó mis cuentos a Punto de partida y luego me hizo concursar para las primeras becas de narrativa que ofreció Bellas Artes para jóvenes, y esos momentos, ahora, me emocionan más que publicar un libro o terminar una traducción.

Lotería. Obtuve la beca, que equivaldría hoy a unos mil cien dólares. La fortuna de que mi tutor fuera Tito Monterroso, quien siempre nos enseñó lo mejor de él ?además de formas de respeto y prudencia ejemplares? y el deslumbramiento de que jamás nos hiciera leerlo ni dejó que pensáramos ni en su fama ni en la de nadie, la sigo considerando memorable. Asimismo, jamás menospreció a autor alguno ante nosotros, aunque se refería a la buena o mala factura de tal o cual texto; proponía evitar prejuicios y formular juicios, y nos enseñó a leer y a citar a Alfonso Reyes, en cuya capilla, y entonces biblioteca, trabajamos los martes de aquel año de gracia de 1973.

Ruiz tenía veinte años, y la fortuna también le concedió sus desdenes con pluralidad generosa, y le enseñó a mantener esa suspicacia o desconfianza que se oculta en la sutil sonrisa con la que enfrenta todo supuesto triunfo o pretendido éxito, ya que comprendió que nacer bajo el signo de la balanza tiene su precio. Porque aquel año y el siguiente, sus fracasos afectivos le otorgaron el conocimiento de la depresión profunda, la cabal pérdida de la autoestima, la comprensión de la música de Mahler --para levantar el ánimo--, y cierta propensión al mutismo o a la digresión --si no está a la mano un buen whisky como catalizador del habla.

Al término de la beca, cuando entregué a Monterroso lo que yo pomposamente llamaba 'el manuscrito de mi libro', Tito fue breve en su comentario: reescribe todo. Que tu manuscrito sea impecable en la presentación, sin tachaduras o enmendaduras. Que lleve un índice. Que haya una secreta propuesta de equilibrio interno y contrastes de los textos en el orden de tus cuentos. No tienes que publicar todo. Sólo aquello que ya no puedas mejorar sin empeorar.

Asunto oscuro. Según yo, ya estaba bien. Samperio, mi compañero de beca fue publicado al poco tiempo: Último round. Y luego estuve de atendedor de Luis Chumacero corrigiendo pruebas, discutiendo el orden de las historias, escuchando las demoledoras frases de don Alí respecto a las técnicas editoriales, y otros qué y cómos que sólo se aprenden en el camino. Fue muy bonito después ver publicado Casa llena, con Genaro y sus gogles en la portada, tal y como lo describía el Chumacero en el relato que da nombre al libro.

Reescribir Viene la muerte se convirtió en mi mayor ocupación. Ya he olvidado el número de versiones y correcciones que hice entre 74 y 75. Encontré una de tantas hace diez años, en los archivos de Literatura del INBA. Ciertamente, no es la que se usó en la publicación. Cuando después de un tiempo me quedé con unos cuantos cuentos que ocupaban casi 60 cuartillas, como decía Tito, me sentí un Balzac.

Sin embargo, el INBA no lo publicó. Cosas de programas y de presupuestos. Marco Antonio Campos se lo llevó a Eugenia Revueltas, quien decidió hacer de él el primer volumen individual de la colección de Punto de Partida, y Alí Chumacero se ofreció generosamente para cuidar la edición. El libro apareció en el otoño de 76.

Nadie soñaba en aquel entonces en vivir de la escritura, ni había becas de reintegro. De modo que terminé la carrera y comencé a dar clases en la UAM. Mi compañero de cubículo era un talento reconocido con el Premio Villaurrutia, Carlos Montemayor, autor de Las llaves de Urgell. Como apenas había unos cuantos alumnos en Azcapozalco, dábamos sólo tres clases a la semana. Y el resto del tiempo, como decía Alfonso Reyes, hora nalga. Y Azcapozalco en ese entonces estaba lejos de todo, incluso de Dios y de Estados Unidos.

Ésa fue otra beca. Ahí escribí mi tesis sobre Bioy Casares, los cuentos que conformarían años después La otra orilla, las once o doce versiones previas a la definitiva de Olvidar tu nombre, y mis primeros poemas, junto con numerosas reseñas de libros y algunas traducciones.

A Montemayor no le gustaba convivir con los demás profesores más que a la hora de la comida, y se la pasaba pegado a la máquina. Yo aprovechaba que teníamos derecho de pedir a la biblioteca lo que considerábamos prudente como acervo y Carlos, y otros profesores del área me recomendaban lecturas y preferencias. Además Montemayor me criticaba lo que escribía y yo le pagaba con la misma moneda. Fuego a discreción, pero amigos como siempre.

No hacíamos propiamente vida literaria. Aprovechábamos a los escritores visitantes (Ledo Ivo, Jean Meyer, Fernando Ferreira de Loanda, Isabel Fraire...), y teníamos espléndido cine y teatro. Conciertos, frecuentemente. Y lo más placentero de la UAM, entonces, es que reproducíamos a escala lo que más habíamos gozado de nuestra vida de estudiantes de la UNAM, como profesores de la UAM. Y como experiencia enriquecedora, nuestro trabajo: la reflexión constante respecto a la lengua y su enseñanza; lo que fuerza a analizar y proponer variantes estilísticas diversas, en cada curso, de las que uno también aprende. Algunas veces comenzábamos con Quevedo, otras por Arreola o Yáñez, como formas ejemplares de prosa, y cambiábamos la bibliografía cada trimestre, por rigor, para evitar la monotonía que desdibuja el valor de la enseñanza.

Cuando se es joven, desespera como narrador no tener la experiencia vital para desarrollar amplias o grandes historias. Poco a poco, con el tiempo, las anécdotas llegan, se aprecian con más dibujados perfiles; los personajes se muestran con mayor detalle y claridad; se aprende con la continuada práctica el goce del cuidado del detalle y la precisión al afinar un gesto, una atmósfera. Se distingue, con ayuda de la lectura de los poetas, la necesidad de perfeccionar ritmos, matices; se descubre cómo enriquecer con imágenes la prosa, cómo alcanzar las metáforas y rehuir los adjetivos fáciles o innecesarios.

Al leer a los dramaturgos, se aprenden los secretos del diálogo. Al recurrir a las grandes confesiones de otros escritores o a sus bien llevadas entrevistas, se reconoce el guiño cómplice, sus grandes secretos en una frase de apariencia inocente; en cortas frases comparten sus descubrimientos esenciales y uno aprende a comprobar dónde utilizarlos al analizar sus obras en la relectura.

Hay días estériles. Aparentemente estériles, o semanas, y Carlos Montemayor en su momento, y José Emilio Pacheco y Rubén Bonifaz Nuño, después, me recomendaron aprender y cultivar la traducción de autores con los que sintiera alguna afinidad. Hay un abismo entre leer en otra lengua y reescribir en la propia un texto ajeno: se convierte uno en ladrón de recursos. En especial si se tiene como principio cuidar un texto ajeno tanto como el propio.

Cumplidos diez años en la UAM, tuve miedo de que la vida sucediera fuera del campus y la viera pasar desde mi ventana. Dejé la universidad y ejercí diversos oficios, como editor, como bibliotecario, como servidor público, como promotor cultural. Di talleres. Vi mundo. Viajé y hablé con las personas que iba encontrando, y escuchaba sus historias; los dejaba hablar. Y regresaba a mi máquina o a la computadora todo el tiempo posible. Todos somos personajes, propios o de algún otro. Sabemos.

La regla ha sido robar tiempo al placer, al ocio, a la familia, a los amigos. Convivir y diluirse en la escritura. Encerrarme a leer. Vivir la vida como una fuente constante de la creación. He intentado todos los géneros y no conozco más descanso que escuchar música, conversar, ver algo de teatro, ver cine. Me gusta conocer a otros escritores y leer las propuestas de los jóvenes. Gozar de mis seres queridos. O hacer, editar libros...

No sé hacer dinero, ni tengo más propiedad que mi computadora y mi ropa. Me preocupan más mis ojos y mis dioptrías que la próstata. Ambiciono seguir escribiendo. No me interesa la fama, ni la crítica, ni los lectores; son factores que no dependen de mí. Los momentos más deliciosos de mi vida han estado relacionados con la lectura y con la escritura.

Evito dar consejos, sólo recomiendo libros o un buen café, escuchar un poco a Bach por la mañana, y releer un poquito de Homero, y de Cervantes, que a nadie hacen daño. Después, prefiero cerrar la boca y me digo a veces la frase del Eclesiastés: todo pasa, todo es vanidad. Y quien sabe a dónde va, no llega lejos. Y adelante, porque la vida no espera.


4 comentarios:

Roberto Iza Valdés dijo...
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Roberto Iza Valdés dijo...
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Unknown dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
soltero dijo...

Acabo de tropezar con este texto por casualidad. Buenísimo, maestro Ruiz. Tanto para conocer recovecos secretos de su historia como para encontrar uno que otro tip invaluable, suyo o de Monterroso.
Abrazo, GS.