miércoles, julio 23, 2008

Lo que hay de nuestras almas en las animalías

Rafael Toriz en tierras bárbaras



Perversiones de un joven ensayista



¿QUIÉN ES RAFAEL TORIZ?, se preguntarán todavía muchos escritores y lectores. Lo sé únicamente por azares del destino: llegó como becario de la Fundación para las Letras Mexicanas hace 5 años, donde se dedicó al aprendizaje de los recursos para escribir ensayo con especial talento.

Yo lo miraba de ladito, allá en el Niza, por aquello de que hablaba un poco en semántica, y otro tanto con una cascada de citas. Lo cual no está nada mal en un escritor de 20 años —porque nadie lo dudaba en Liverpool 16: Rafael Toriz (Jalapa, Ver., 1983) nació para ser escritor.

No nos equivocamos. RT ha trabajado Animalia[1], un libro fascinante, poético e inteligente: excelente prosa. No es, cabe aclarar, un libro de ensayo, sino una obra de creación a partir de la tradición de los grandes bestiarios de la antigüedad.

Pudiera ser que una definición de un literato veinteañero provinciano con esas cartas de presentación dé escalofrío, y piense uno en una versión veintiún secular de nuestros críticos más mamilas. Pero, Toriz estaba vivo y ávido de seguir viviendo. Bastaba verlo. Y ha cumplido hasta ahora. Sin descuidar la cotidianidad y la existencia, el amor y el desamor, el descubrimiento de países y ciudades, la amistad y algunas penurias y estrecheces, RT ha seguido leyendo y escribiendo: tiene el fuego —o llamémoslo el demonio— de la creación.

Mas para escribir no basta la necesaria pasión, ni el deseo. Tampoco es útil el solo talento. Toda gran fábrica literaria se distingue por el cuidado sutil de su diseño, y su invisible arquitectura y equilibrio. Incluso, es imprescindible aprender a calibrar la adecuada distancia de la intensa luz del cometa de la imaginación. Y, al término, concretar el trabajo con un lenguaje sin asperezas, sin violentos ascensos, caídas o curvas pronunciadas: regodeos inútiles o afanes de lucimiento más propios de la soberbia que de una sensibilidad que se exprese a través del propio texto sin el menor aspaviento.

Tentaciones y riesgos ante los cuales, pueden incurrir tanto autores incipientes como experimentados. De esa materia están constituidas, actualmente, numerosas artesanías literarias que el mercado pretende subastar como obras consagradas.

Cabe agregar que, incluso, para nuestra común desgracia, esto sucede con la venia y complacencia de los críticos.

En contraposición, puede corroborarse que Animalia no ha traicionado ni el criterio crítico, ni la exigencia estética de Toriz. El autor se ha aplicado todo el rigor de su formación para afinar y dar su aprobación a sus textos.

Animalia, a la manera de los textos breves de Torri, de Arreola, de Monterroso o de Hiriart busca una perfección afín a la enunciada por sus ilustres predecesores. Mas sus rasgos distintivos surgen de ese amplio remolino que la desconstrucción y la posmodernidad otorgan a los vástagos de los mundos fractales contemporáneos.

No extrañan por ello referencias como las que encontramos como declaración inicial en “El cocodrilo”: ‘Aquí en estas letras y sitiado en mi epidermis, declaro que no es de roca mi textura…” —por ejemplo. O bien: ‘Es imposible descubrir su engaño porque la oropéndola, en lo profundo de su nido, sólo canta para ti’. (De “La oropéndola”). Expresiones que sin duda provocarán profundos placeres a los apasionados de la intertextualidad.

No nos detengamos, más allá de tales guiños pícaros, hay una dedicada y amorosa lectura y asimilación del género. Como Plinio el Viejo en su Historia Natural, Toriz ubica la geografía habitada por sus criaturas; cuida el término etimológico que ubica universalmente a cada ejemplar referido. Asimismo, como sucede en el Fisiólogo, se destacan tanto la caracterología de cada una de las bestias citadas, junto con sus peculiaridades tanto biológicas como los atributos que el mito o el folklore agregan a las animalías.

La elección de dejar clara la filia, orden y género del volumen es parte de la claridad con que se concibe la obra. En su mayoría, el catálogo de Toriz se refiere a una zoología mexicana. Coincide con el Borges del Libro de los seres imaginarios únicamente con la “Anfisbena”, aunque las relaciones de entrambos son complementarias. Sospecho un homenaje a Borges con la descripción del “Raknarok” y con “La metáfora”.

Hay otros reconocimientos cómplices en el volumen. López de Gómara y José Durand pueden sentirse satisfechos con “El manatí”; Horacio Quiroga con “El pinocóptero”.

La mera enunciación de nombres y recursos técnicos no sería suficiente para dar una buena opinión acerca de Animalia. ¿Qué agrega el volumen a la larga lista de tratados zoológicos previos?

La pregunta se contesta al recurrir a cada parte y al conjunto: la facilidad con la que el lector acepta la propuesta narrativa de Toriz. La justa brevedad de cada texto propone un diverso deslumbramiento. Cada bestia evoca una diferente emoción, una distinta sensación. En tal sentido, la prosa de Toriz está cargada de una tensión poética. Misma que se aprovecha en función del ritmo de sus frases y la certeza de propiciar una nueva percepción de un animal que parece familiar, aunque no sea necesariamente parte de nuestro entorno cotidiano.

Afirma Rafael Toriz: ‘Antiguo como las tinieblas y prófugo de su conciencia, el celacanto es el animal más solo y olvidado que ha existido. Burlador de todas las eras y enemigo de la muerte…’. Y nos convence.

O dice: ‘Junto con las ballenas grises y algunas tortugas dispersas, el elefante es quien resguarda la memoria de la Tierra. Su papel dentro del reino ha sido testimoniar el paso de los seres en su acontecer por el planeta…’

Y sospecho que la lectura de Shakespeare propicia visiones como las que hablan de la libélula: ‘El único lugar donde mora la libélula en en los ojos de los nobles y los puros y los magos’ […] para concluir que [las libélulas] ‘viven enamoradas de las ninfas y en su reino de cristal van al cielo y se hacen lluvia’.

En un mundo dominado por la violencia como manifestación extrema de la ambición de poder; en un vasto territorio donde los términos sufrimiento y muerte parecen ser la solución única para el dolor, la pobreza y el hambre, la lectura de textos como Animalia de Rafael Toriz son más que un breve oasis una negación del fatalismo y de la desesperanza. Expresan con plenitud la lucha —deseémosla más vasta y permanente— contra el diario desánimo que las planas de los diarios, los medios y la intolerancia buscan imponer como regla para nuestra existencia.

En tal sentido, Animalia es un libro que perfila un distinto humanismo, el de aquellos que desean aún ser y permanecer gozando de la vida y de la inteligencia.

Por ello celebro la aparición de este libro. La mejor manera de congratularnos con Rafael Toriz, escritor, y el brillante y atinado ilustrador del volumen, Edgar Cano, es contándonos entre sus lectores.

*



[1] La edición estuvo a cargo de la Universidad de Guanajuato. Cabe felicitar a esa casa de estudios por el tino de patrocinar una publicación de alta calidad editorial.

Toriz, Rafael y Edgar Cano. Animalia. Universidad de Guanajuato, 2008, 90 pp. (Biblioteca universitaria). Ilust. isbn 978-968-864-496-6

lunes, julio 21, 2008

Las perversiones de un joven ensayista


Miércoles 23 de julio de 2008, 19 hs.
Entrada libre
¿QUIÉN ES RAFAEL TORIZ?, se preguntarán todavía muchos escritores y lectores. Lo sé únicamente por azares del destino: llegó como becario de la Fundación de Literatura Mexicana hace 5 años, donde se dedicó al ensayo con especial talento. Yo lo miraba de ladito por aquello de que hablaba un poco en semántica, otro tanto con una cascada de citas. Lo cual no estaba nada mal en un escritor de 20 años. Porque nadie lo dudaba en Liverpool 16: Rafael Toriz nació para ser escritor.

Pudiera ser que una definición de un literato veinteañero provinciano (Jalapa, Ver., 1983) con esas cartas de presentación dé escalofrío, y piense uno en una versión veintiúnsecular de nuestros críticos más mamilas. Pero, Toriz estaba vivo y ávido de seguir viviendo. Bastaba verlo. Y ha cumplido. Sin descuidar la cotidianidad y la existencia, el amor y el desamor, el descubrimiento de países y ciudades, la amistad y algunas penurias y estrecheces, RT ha seguido leyendo y escribiendo.

Ahora presenta Animalia, un libro fascinante, poético e inteligente: excelente prosa. La edición (2008) estuvo a cargo de la Universidad de Guanajuato. Y hay que felicitarla por el tino de patrocinar una publicación con esta calidad para el escritor y para el ilustrador --brillante y atinado-- Edgar Cano.

Y, bien, seguiré comentando acerca de Animalia el próximo miércoles en la Sala Adamo Boari del Palacio de las Bellas Artes.


sábado, julio 12, 2008

Del tiempo y sus calendarios




CADA LECTURA de La máquina del tiempo (1895) de H.G. Wells remueve en la memoria la paradoja de que para un determinado espectador todo tiempo es simultáneo. En cambio, la propuesta de Proust en su En busca del tiempo perdido (1913 – 1927) pareciera afirmar que el espectador es la máquina del tiempo, y que en él los tiempos son simultáneos.

En el Ulises (1933), la situación es distinta: todo el tiempo confluye en un día, en una misma ciudad —Dublín—, en una trinidad literaria: Bloom, Molly y Stephen; un canto a una fecha significativa y amorosa a la que se ha dado en llamar Bloom’s Day.

No obstante, ese 16 de junio de 1904, que celebra el encuentro de James Joyce con Nora Barnacle, la madre de sus hijos es —en el fondo— la crónica del desconcierto e inmovilidad del mundo previa a la Gran Guerra. Las razones son extraliterarias.

Magia semejante se vislumbra en el Carlos Fuentes de Aura (1962), donde se propicia la regeneración del tiempo, su circularidad, en un relato donde la existencia se sublima en un rito estremecedor. Hay también una novela de Ignacio Solares menos comentada: Casas de encantamiento (1987), donde el protagonista es capaz de internarse —sólo— en ciertos pasados de la ciudad de México, un tanto afín al Bioy Casares de El perjurio de la nieve o de Historia Prodigiosa (1944).

De hecho, todo tiempo de un texto literario crea un tiempo propio, con reglas estrictas en su formulación, de modo que no necesariamente se inserta en un tiempo lineal cronológico y mesurable, aunque busque emularlo. (Hay quien afirma que Joyce tenía esa intención en las 24 horas que supone el Ulises en su lectura). Tristram Shandy de Laurence Sterne, en contraste sorprendente, tarda más en nacer que en contar su vida. Los griegos significaban su relación con el tiempo al referirse a Cronos, devorador de su progenie, sólo vencido por Zeus, su hijo.

Por otra parte, mucho se ha abundando sobre la necesidad humana de medir y conocer el tiempo. Ciencia y filosofía han dedicado numerosos empeños en el intento por atrapar el tejido del tiempo. Ciertamente, la naturaleza del tiempo cronológico tiene el mismo misterio y fascinación que los tiempos internos de la literatura y el mito. Basta con pensar en las consecuencias de un viaje espacial para internarse en un mundo de paradojas que la teoría einsteniana plantea.

Sin embargo, en nuestra cotidianidad, tiempos y calendarios también han proliferado. Se admite que todo individuo tiene un determinado reloj —ritmo— biológico, que marca ciclos únicos para cada uno de nosotros. Adicionalmente, la sociedad sobrepone calendarios y periodos a los estacionales. Desde los hacendarios, los cívicos, los políticos, los electorales, los deportivos, los culturales, los culinarios, etc.; hasta los laborales, educativos, familiares, médicos, religiosos y los íntimos habitamos una serie de ciclos adicionales a los que mal que bien llegamos en su mayoría a adaptarnos. Incluso, en el colmo del refinamiento, hay un calendario de lo que no podemos hacer.

¿Cuántos calendarios hay en una persona? ¿A qué necesidad responden? ¿Cómo se gestan, gastan o consolidan? Y, finalmente, ¿cómo es capaz cada persona de manejarlos? El tema me parece fascinante. Supone una serie de interrogantes múltiples, que considero pocas veces se hacen explícitas en nuestro trato con los demás. Muchas circunstancias tendrían perfiles menos complejos de hacer un análisis en ese sentido.

Cabría agregar a este recuento los calendarios aparentemente fútiles: ¿cada cuando ir al peluquero?, por ejemplo. ¿Cuándo debe uno comprar ropa? ¿Cuándo fue la última vez que se aceitó el cerrojo de la puerta o se revisó la instalación de gas? Incluso, se descubre, para ciertas situaciones el intempestivo fin de la vida de un objeto llega a ser una catástrofe: ¿Cuánto dura un disco duro, unas balatas, un clutch? Tiempos, periodos, calendarios.

A su vez, hay fechas que se olvidan o se compactan. A los 20 o 25 años puede uno acordarse de un primer beso, del día en que uno compró el anillo de compromiso o cuándo se recibió. 30 años después, difícilmente importa alguno de esos acontecimientos: más preocupa el vencimiento del seguro del coche o el pago puntual del teléfono o la luz que el calendario Werther.

Con esto puede comprenderse que haya escalas de valores absolutamente incompatibles en función de las prácticas y metodologías calendáricas, incluso entre personas afines o entre consanguíneos. Elías Canetti en Los emplazados dibuja muy bien a una sociedad donde cada individuo lleva al cuello una cadena con la cápsula donde se señala su fecha de muerte: una sociedad perfectamente neurótica y disfuncional.

La nuestra, en cambio, debe su disfuncionalidad y su neurosis a la postergación perpetua, como lo corrobora el calendario del Mañana al Ratito o Después, fundamentado en una serie de aplicaciones del principio de incertidumbre de Heisenberg con variantes regionales más o menos laxas.

Asimismo, la planeación de actividades a futuro se basa en la paradoja del gato de Schroëdinger y en algunos comportamientos semejantes al de las partículas subatómicas. Tal es la agenda del Puéque, que entre la gente cultivada se conoce como Chance.

Mucho del desconcierto social contemporáneo, incluso, tiene como base un calendario del Imaginario Colectivo, que dependiendo del grado de información y conocimiento de cada persona alcanza un refinamiento diverso para señalar el fin de todo calendario. Así, para quienes tienen preferencia por las culturas de la India, tienen como final del calendario el 2012. Fecha semejante proponen algunos mexicanistas. Los atentos a los ciclos de la historia marcan la conflagración nacional, ya por costumbre, para el 2010. Aquellos afines a las propuestas de Hollywood tienen preferencias plurales, que si no es una fatídica, como un asteroide, será un volcán o una glaciación o una serie de estallidos de ojivas en varios submarinos nucleares: circunstancias que pueden —a su vez— ocurrir una, varias o ninguna. Para el caso.

Por mi parte, prefiero mis perversiones. La lectura de Jorge Ibargüengoitia y de Stanislav Lem a temprana edad me permite mirar el tiempo y las cronologías con otra visión. Leer los diarios con el juicio de quien vive el día me parece una actitud contraria del todo al espíritu del Carpe diem. Es la mejor manera de inspirarse para escoger la línea y el tren del metro que segará nuestra vida.

Como alternativa, he encontrado más saludable la lectura de la Historia como si se tratara de un diario o una crónica reciente, sin las presiones propias de la época en que los hechos ocurrieron. Me parece divertido pensar, digamos, que Carlomagno emperador esta noche hará travesuras con una chica de la que todo sabemos —y lo que no, lo imaginamos. Mas Carlomagno aún no se ha decidido. Pero lo hará.

O repetir con el Kurt Vonnegut de Timequake (1998) una década completa, a partir de un bucle temporal que produce una falla del continuum. Orbe, mundo donde se hace imposible cambiar nada, como si todos fuéramos las imágenes vacías de un reproductor de videos durante una época.

Puedo también ver con claridad el discurso que pergeña en su cabeza Santa Anna mientras cabalga durante dos semanas hacia la frontera mexicana para pelear contra Samuel Houston.

Disfruto con malsana complicidad, igualmente, la estrategia que calcula Flavio Josefo para decir: “aquí no pasó nada, y háganle como quieran” a quienes lo interroguen respecto a los sobrevivientes y los desaparecidos durante la caída de Jerusalén. Vaya grillo. Vaya estrategia para relatar —él— la historia, me admiro.

A la inversa, leo con ojos de un futuro siglo la incertidumbre y temores de de los momentos presentes. “Este boceto tiene influencias del siglo X romano”, me comenta mi mala conciencia. “Los conspiradores de los que habla Riva Palacio en el Libro rojo tenían más ingenio o tanto como éstos”, valdría apuntar al margen. Dénles capacitación.

De todos modos, como de costumbre, las muchedumbres se incendian como los campos petroleros de Kwait en la guerra madre de todas las batallas. De todos modos, los apocalipsis y los miedos se suceden en los espíritus con profecías fatales y con horrores disfrazados de jinetes vengativos. De todos modos, el mundo, la calle, la azotea de la casa o del edificio de departamento quién sabe si aguanten un temblor del 8 nuevamente. De todos modos, las cosas cambian.