jueves, mayo 21, 2009

Una página de Moriarty




En el 150 aniversario del nacimiento de Arthur Conan Doyle


Geometrías del profesor Moriarty


FUE DIFÍCIL convencer a Arthur: ciertamente odiaba a Mycroft, su inteligencia lo deslumbraba, pero su vocación para la inmovilidad y su alianza con la ley del menor esfuerzo le parecían lacerantes a Conan Doyle. Aceptó trabajar para mí, y demostrar la ventajosa proporción de mis habilidades.

Con él no servía la adulación: toda alianza debía considerarse como una partida de ajedrez, un renovado reto a cada paso. No era una cuestión monetaria, sino de talento. Había por ello que mover otros engranes: Sherlock era una pieza ideal: era un poco menos que Mycroft, incluso en el peso; era más vicioso que Mycroft, y no era un mediano aficionado a la música; bastante mediano, estoy seguro. Aunque su inteligencia era muy semejante. Doyle lo hizo ejemplar. Pobre. Y se puso a observarlo.

Por otra parte, existía un fuerte contraste en nuestras vidas: ni los Holmes, ni yo —Moriarty—, teníamos que velar por una mujer ni por una familia. Conan Doyle, sí. Eso implicaba compromisos, ceder a las presiones económicas. Lástima por él. Fue el instrumento de nuestros odios.

A su vez, Sherlock Holmes le causaba a Arthur alguna molestia: el desprecio que exudaba por la medicina. De ahí que hubiera que propiciar complejos rompecabezas para que los Holmes y Doyle aceptaran cada reto. Por suerte, los policías gustan mostrarse torpes o estúpidos. Se conforman con justificar medianamente su salario e ir tirando,

Y bien, Conan Doyle era un crédulo: basta asomarse a sus páginas metempsicóticas, a su imaginación en torno a mundos imposibles. Nada propio para quien sólo encuentra las certezas a través de la inducción o del método científico.

Me glorio por tanto de haberme desecho de Mycroft. De haber utilizado a sir Arthur Conan Doyle para desplazarlo. Me gusta que todo mundo lo mire para abajo cuando cita: “Elemental, mi querido Watson”.

Me glorío de mi talento por el mal que ha demostrado ser tan atractivo que no hay gobernante que deje de imitarme o de invocarme, así sea subrepticiamente. Soy en verdad, el maestro.

Hay sin embargo un crimen que cometí y no se me imputa. El asesinato de Sherlock Holmes, quien verdaderamente encontró su muerte al fondo de la catarata —en tanto yo cambié de apariencia, cambié de modus operandi y le dejé a Conan Doyle la posibilidad de continuar a solas con mi obsesión.

Desde entonces todos piensan que Reichenbach fue mi fin. Quien lea con cuidado, comprenderá la verdad. Te he vencido Mycroft. Adiós, Sherlock. Feliz cumpleaños, Arthur sir.


1 comentario:

ednaponte dijo...
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