viernes, abril 15, 2005

De creadores y diccionarios

Estábamos en el segundo semestre de la carrera de Letras en la UNAM cuando Huberto Bátis comentó en su curso de "Metodología de la literatura . . .", allá por 1971, algunas de las costumbres de Ernesto Mejía Sánchez, uno de los grandes maestros e investigadores que tuvo esta Facultad. Apasionado de los claroscuros, no se ocupó mucho Huberto de elogiar la paciente labor de Mejía Sánchez por cuidar y ser el editor de la obra de Alfonso Reyes, sino del pésimo genio --sin duda ejemplar para Huberto-- y de la obsesión bibliográfica de Mejía Sánchez por coleccionar obsesivamente diccionarios de toda clase. Citaba a Mejía Sánchez y su elogio de los diccionarios como instrumentos imprescindibles para descifrar todos aquellos recodos del conocimiento que nos son --de otro modo-- inaccesibles.

Y gustaba Bátis a la vez comentar del esfuerzo de Diderot para organizar su enciclopedia, y anécdotas del doctor Johnson que entresacó de la entretenida crónica de Boswell; describió, asimismo, la afición de Borges por buscar la inspiración en mamotretos de peso completo; y la importancia para un lector en busca de una formación acorde a su época de comenzar no importaba dónde pero siguiendo conforme a su inteligencia ("que sirve para hacer uniones y ligas entre los objetos") un ciclo íntimo que conducía en largo periplo a entramar la relación de las entidades que pueblan el universo, y comprender que cada quien construye su brújula en la geografía inmensa del conocimiento con libros que nos conducen a otros y a subsecuentes en un viaje fascinante, propio e inédito en la experiencia humana.

No sé si aquel curso derivó alguna vez en la reflexión respecto a la necesidad de que toda civilización y cultura se distinga por su minucioso inventario del universo, mas era una obvia consecuencia. Y un reto.

Asombraba entonces --más que ahora--, el desconocimiento que teníamos de nosotros mismos: ¿existía un libro que nos refiriera a la manera del Oxford Classical Dictionary los personajes de la teogonía de los mexicanos y los personajes históricos de los códices diversos? ¿Poseíamos una enciclopedia de las aves, insectos y animales que habitan nuestro territorio? Bueno, siquiera un listado de los personajes de Juan Ruiz de Alarcón que nos refiriera la obra y papel que les corresponde? ¿Nos preocupaba algo de eso? Fueron preguntas que nos formuló Bátis.

A las nuevas generaciones, aquel país suena contiguo al de la Revolución o al de las invasiones norteamericanas, sin duda. El concepto "bases de datos" no era usual y nadie para sobrevivir por los lares de Humanidades necesitaba comprender más allá de la palabra sumadora, (porque las calculadoras eran para ingenieros y no se conseguían ni en Sanborns ni en los puestos de las esquinas; y las computadoras sólo estaban en los bancos y en las áreas científicas).

Para investigar se utilizaban tarjetas blancas, chicas o medianas (un cuarto o media carta), tarjeteros, libros y una máquina de escribir Rémington u Olivetti. (Las IBM eléctricas --de bolita-- llegaron tiempo después). Los libros de historia de la literatura terminaban en Agustín Yáñez, si bien le iba, y términos como "los Contemporáneos" o "los de Taller" eran para exquisitos o iniciados.

Sin embargo, corría por los murmuraderos de la facultad la leyenda de los investigadores del Centro de Estudios Literarios y una versión ad hoc de su origen que estoy seguro no es verídica, salpicada de digresiones respecto a una mítica montaña de hielo de Antonio Alatorre (su cúmulo de tarjetas) y el fichero de Alfonso Reyes, que contravenían los argumentos de que la investigación literaria no existía en México. Varios iniciados afirmaban haber contemplado el mundo de citas de Ana Elena Díaz Alejo, Aurora Maura Ocampo y Ernesto Prada. «Ahí están, fichando y anotando. No paran», se decía.

Resultado de ello fue una primera versión del Diccionario de Escritores Mexicanos que nos ahorraba la búsqueda de bibliografía y hemerografía para los trabajos de la materia o para ver quién había escrito sobre qué y, al menos, no desbarrar demasiado al intentar hacer una reseña o una crítica; y, para la salud curricular de los de Letras Iberoamericanas, descubrimos después con asombro unos cuadernos con lo primordial de los autores iberoamericanos, básicos para comenzar una tesis o una tesina. Éstos fueron trabajo adicional de Aurora Ocampo.

Ahora bien, el trabajo no terminó ahí; ciertamente fue la piedra angular de diversas paráfrasis y vertientes: la Enciclopedia de México, el minidiccionario de escritores de Josefina Vázquez publicado por el INBA y el Diccionario de Mussaccio, por lo menos. Ya que después, mucho después se comprendió la utilidad del trabajo: llegó incluso a darse una serie de diccionarios respecto a la trayectoria burocrática de funcionarios y políticos, verdaderamente curiosas.

A la par, el Diccionario de escritores mexicanos tuvo una nueva concepción, con miras al fin del milenio: detallar el espectro de la literatura del siglo XX. Esa fue la siguiente fase de una obra bajo la total responsabilidad y experiencia de Aurora Maura Ocampo que con la aparción de la letra R, en su séptimo volumen, anuncia ya la inminente conclusión de esta labor para adaptarse, en natural evolución a las necesidades del siglo XXI.

¿Cuál es el efecto de una obra en su momento? ¿Cómo varía cronológicamente el punto de vista respecto a un libro o un escritor? ¿Cómo se abre paso o extingue la reflexión y alcance de un título o de un autor? ¿Cómo se entraman las influencias e intertextualidades? Sólo un registro minucioso de tal acontecer puede aclarar esa perspectiva. ¿Cómo si no, por ejemplo, podría hacerse una trayectoria de la influencia de Rulfo desde antes que fuera becario del Centro Mexicano de Escritores hasta la fecha? El punto de partida necesario para formular una respuesta está en el Diccionario de escritores; es un ensayo simple de enunciar, mas complejo e intrincado en cuanto al esfuerzo que implica elaborarlo.

O lucubremos respecto a un tema menos común, ¿de qué manera se puede comprender la valoración de Francisco Tario después de su reservada vida y velado reconocimiento, hasta el interés y fascinación que despierta en los lectores actuales? Y en sentido inverso: ¿a qué motivo se puede adjudicar la escasa atención que se presta a una obra monumental como la de Max Aub? ¿O cómo la publicación de la obra completa de Julio Torri favoreció su difusión y permanencia a través de la afinidad que se le reconoce con Schwob o Arreola?

Se afirma, desde que tengo memoria, que la crítica no existe en México. No conozco escritor que no levante la ceja cuando se habla de la crítica; mas ésta no se aprecia cuando proviene de la academia o cuando no va dirigida al interfecto con los suficientes superlativos consagratorios. Nada hay más patético y divertido que el recién publicado autor que al día siguiente de su presentación o lanzamiento de su libro espera ver su nombre en la lista de ingreso a la Academia o en letras de oro en el Congreso.

Afortunadamente ese deseo nunca en vida se ha visto satisfecho. Ni la crítica ni la literatura ni su historia se construyen ni estudian con ese fin. Con frecuencia exagerada se olvida que es la multiplicidad de autores de una nación y los avecindados en ella el auténtico acervo y fuerza de una literatura; donde vale bien que se destaquen ciertas constantes estilísticas de algún autor sumamente representativo. Por ello el Diccionario de escritores mexicanos del siglo XX procedió con un criterio refinado. Puso como condición mínima la escritura de al menos dos títulos en cualquiera de sus géneros. Y reconoció la multiplicación de autores que participaron en la construcción de ese panorama inédito en nuestra historia.

Con ello se sigue, de manera implícita, que una obra es un proceso de acumulación; y que así como la obra necesita tiempo para su incubación y desarrollo, la crítica requiere de un proceso análogo de reflexión, comparación y valoración más allá de presiones temporales o de criterios de mercado o de una vuelta de tuerca meramente anecdótica; necesita de contexto al cual referirse y evaluar las propuestas que hacen de una obra un texto clásico contemporáneo conforme a definidos --que no necesariamente universales-- cánones.

Esta labor, por hacerse todavía, es para las generaciones presentes y por venir. Las diversas generaciones que han dedicado su trabajo --o en el caso de la maestra Ocampo, su vida-- al censo de nuestra literatura moderna y contemporánea han sentado las bases de un conocimiento que debemos profundizar.

La perspectiva a futuro del diccionario se construye ya con técnicas modernas que facilitarán su acopio y actualización que, a la vez, requieren la adopción de nuevas habilidades para la investigación y catalogación electrónica. Este es un trabajo que jamás termina, ciertamente.

Tenemos en las manos uno de los volúmenes finales de la última versión impresa del Diccionario de escritores mexicanos del siglo XX. Aplaudamos con generosidad y respeto su publicación, producto ejemplar de la investigación humanística de nuestra Universidad; fruto de una labor y esfuerzo de años, maestra Ocampo; que no sólo satisface las necesidades del claustro, sino es fiel muestra de una grandeza que nos pertenece: testimonio de la capacidad creativa e intelectual de una nación que tiene en la alta sensibilidad, y en la palabra ejemplar la cotidiana demostración de que por nuestra raza habla el espíritu.
Muchas gracias.
Texto leído en el aula magna de la
Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, México, abril 6 de 2005

1 comentario:

Anónimo dijo...

que coño e madre estaba buscando halgo por google y me aparece esto